Este texto está elaborado en el marco del trabajo que Eusko Ikaskuntza está realizando de cara a la celebración de su XVIII Congreso, en el que se celebra el centenario de la entidad. Más concretamente, el texto forma parte del Libro Verde que un equipo de trabajo reunido en torno a esa entidad ha elaborado sobre el Desarrollo Socio-Económico del (de los) territorio(s) de Vasconia. En la medida en que el Libro Verde pretende recoger los retos o interrogantes a los que debe dar respuesta la sociedad vasca en el ámbito del bienestar social, el texto se articula en torno a tres grandes preguntas −¿Cómo seguir garantizando unos niveles básicos de igualdad? ¿Sobre qué bases y con qué mecanismos favorecer la inclusión social? ¿Cómo dar respuesta a la crisis de los cuidados?−, que se descomponen, a su vez, en otros interrogantes más concretos o específicos.
¿Una sociedad realmente igualitaria?
Al analizar los desafíos y oportunidades globales y su lectura local a nivel de Euskal Herria, se ha señalado que, en el contexto europeo, los territorios vascos se han caracterizado por tasas de desigualdad y de pobreza relativamente bajas. Esa relativa igualdad de renta –e, incluso, de riqueza− no puede ocultar en todo caso otros elementos más preocupantes, como: a) la existencia de desigualdades importantes en otros ámbitos (el estado de salud, la responsabilización respecto a las tareas reproductivas, la participación política y social, el acceso a la educación o la disponibilidad de tiempo libre, por ejemplo); b) el peso que determinados factores biográficos –el género, la edad, la procedencia…− tienen en relación a las desigualdades de renta y riqueza; y c) las crecientes dificultades que los sistemas públicos de protección social tienen para hacer frente a las causas que subyacen a esas desigualdades y para prevenir y paliar sus efectos, en un contexto marcado por frenos cada día mayores a la movilidad social.
Los datos en relación a las dos primeras cuestiones son abundantes y tozudos. Por citar, sólo algunos: el salario medio de las mujeres equivale al 75% del salario medio masculino; las madres trabajadoras dedican por término medio al año al cuidado de sus hijos e hijas 500 horas más que sus parejas masculinas; las diferencias en cuanto a comprensión lectora entre el alumnado más y menos desfavorecido equivalen en Euskadi a casi dos años de escolaridad; la tasa de participación política y social de las personas económicamente más favorecidas multiplica por cuatro la de las personas más desfavorecidas; si todas las personas tuvieran las tasas de mortalidad de las personas con estudios superiores se habrían evitado o pospuesto unas 4.000 muertes al año (21% de los fallecimientos masculinos y 18% de los fallecimientos femeninos) en Euskadi…
Dar más a quien más tiene: ¿cómo evitar el efecto Mateo? ¿Cómo reactivar el ascensor social?
Hoy las administraciones públicas encuentran dificultades crecientes para reducir esas desigualdades, en el marco de un Estado de Bienestar no suficientemente distributivo que, debido al peso de las prestaciones contributivas, tiende a ayudar más a quien más tiene. Los territorios vascos no son, en ese sentido, ajenos al efecto Mateo, debido fundamentalmente a que las prestaciones económicas están muy ligadas al historial contributivo de los trabajadores y al nivel salarial alcanzado durante su trayectoria laboral. El modelo de protección social vigente en nuestro país –más claramente quizá en los territorios de Hegoalde− se ha orientado fundamentalmente a aquella parte de la población más estructuralmente vinculada al sistema productivo (haciendo cierto aquello de que al que tiene le será dado y tendrá más; y al que no tiene, aun lo poco que tiene le será quitado). De hecho, los datos de la EPDS ponen de manifiesto para la CAE que las personas en situación de ausencia de bienestar –el 10,8% de la población− reciben únicamente el 5,8% de todos los ingresos por prestaciones sociales, mientras que la población en situación de bienestar –el 75% de la población−, percibe el 80% de esas prestaciones.
A la preocupación por el carácter insuficientemente redistributivo de nuestros Estados de Bienestar se suma la inquietud por los crecientes frenos a la movilidad social [simple_tooltip content=’Si los datos de Francia y de España son válidos para Euskal Herria, podríamos afirmar que en nuestro entorno los ingresos de una persona vienen determinados en un 40% por el ingreso de sus progenitores, frente al 20% en los países nórdicos. ‘][icon name=»stack-exchange» class=»» unprefixed_class=»»][/simple_tooltip] y por una orientación eminentemente ‘gerontocrática’ de nuestro Estado de Bienestar, que destina (por ejemplo en Euskadi) el 60% del gasto social, incluyendo el gasto público en educación, a las funciones de vejez y enfermedad. En ese contexto, ¿qué políticas pueden permitir mantener niveles básicos de igualdad –en cuanto a la renta, pero también en cuanto a las oportunidades vitales, la disponibilidad de tiempo o las capacidades de decisión e influencia política− entre ricos y pobres, entre mujeres y hombres, entre niños/as, adultos/as y mayores?
Por otra parte, tanto las instituciones europeas como buena parte de los especialistas en el ámbito de la protección social abogan por repensar las políticas sociales, por actualizar el modelo clásico de bienestar social, a partir del impulso de dos enfoques o paradigmas estrechamente vinculados: el de la predistribución y el de la inversión social [simple_tooltip content=’En relación al paradigma de la inversión social, se ha dicho que su principal característica es el cambio de énfasis desde unas políticas orientadas a la reparación a otras orientadas a la preparación, a partir de la consideración de las políticas familiares, educativas y de igualdad de género, entre otras, como un elemento clave para el desarrollo no solo social sino también económico. Desde ese punto de partida, este enfoque pone su atención en servicios que permiten invertir en la infancia, generar las condiciones que permitan un cierto nivel de igualdad de oportunidades y de movilidad social, apoyar a las familias con hijos y facilitar el acceso de las mujeres al empleo remunerado. En la línea de la inversión social, la lógica de la predistribución se basa en la idea de que es mejor actuar ex ante (mediante la educación, la regulación del funcionamiento del mercado laboral o la dotación de un ingreso básico) que ex post, mediante costosas medidas redistributivas generadoras de incentivos perversos y efectos indeseados. Para sus defensores, las políticas predistributivas actúan frente a la desigualdad social desde la raíz, nivelando la distribución de ingresos que se deriva del mercado, reduciendo la discriminación social y laboral, mejorando las oportunidades de los sectores más vulnerables y reduciendo, además, el gasto público que representa el modelo redistributivo clásico.’][icon name=»stack-exchange» class=»» unprefixed_class=»»][/simple_tooltip]. Pese a las diferencias que existen entre ellos [simple_tooltip content=’Cabe pensar que, con sus limitaciones, el modelo de protección social implantado en Iparralde se acerca en diferentes aspectos –por ejemplo en las políticas de familia− más a los sistemas del centro y el norte de Europa que los de Hego Euskal Herria. Pese a los incontestables avances de los últimos años, los modelos de Euskadi y Nafarroa responden en numerosos aspectos al patrón mediterráneo debido en gran parte, aunque no sólo, a la influencia de la normativa estatal en la determinación de las políticas de protección social.’][icon name=»stack-exchange» class=»» unprefixed_class=»»][/simple_tooltip], los modelos vascos de protección social –en gran medida determinados por las decisiones adoptadas a nivel estatal y, en menor medida, europeo− han de seguir avanzando en una profunda reorientación de sus principios, prácticas y mecanismos.
Esta reorientación requiere dar una respuesta a numerosos interrogantes: ¿Cómo podemos garantizar la movilidad social ascendente y la igualdad de oportunidades desde la primera infancia? ¿Cómo garantizar la equidad educativa y evitar que el capital cultural y relacional de los padres determine el nivel educativo de los hijos? ¿Cómo alcanzar un pacto intergeneracional que permita responder a las necesidades de las personas mayores y, al mismo tiempo, de las personas jóvenes y de la infancia? ¿En qué medida debe seguir siendo el principio de contributividad el principio básico que debe guiar las políticas de protección social? ¿Cómo se beneficiarán de las políticas de inversión social aquellos que necesitan, preferentemente, protección y reparación? ¿Cómo combinar predistribución y redistribución? ¿Qué instituciones –desde el nivel subestatal− pueden impulsar en el marco vasco las políticas de inversión social, de predistribución y de redistribución?
En torno al 15% de la población vasca vive en una situación de exclusión social
La exclusión social es un fenómeno difícil de definir y de medir. Existe en cualquier caso un consenso suficientemente amplio a la hora de subrayar el carácter multicausal de los procesos de exclusión social, que se presenta como el resultado de carencias y dificultades en diversos ámbitos de la vida cotidiana: ingresos económicos, acceso al empleo, a la vivienda, a la salud, a la educación, a las relaciones sociales y a la participación social [simple_tooltip content=’De acuerdo a la normativa de la CAPV en esta materia, “las personas se encuentran en situación de exclusión social cuando sus condiciones de vida y convivencia se están viendo afectadas por múltiples carencias que persisten en el tiempo. Al acumularse, provocan la existencia de una situación de exclusión social que está relacionada directamente con los recursos personales, los recursos relacionales y los recursos materiales (…). La exclusión tiene carácter multidimensional, por lo que algunas personas o determinados grupos se ven excluidos de la participación en los intercambios, prácticas y derechos sociales que constituyen la inclusión social y, por ende, la identidad ciudadana. La exclusión social no se refiere sólo a la insuficiencia de recursos financieros, ni se limita a la mera participación en el mundo del empleo, se hace patente y se manifiesta también en los ámbitos de la vivienda, la convivencia, la educación, la salud o el acceso a los servicios».’][icon name=»stack-exchange» class=»» unprefixed_class=»»][/simple_tooltip].
A diferencia de otras contingencias o necesidades tradicionalmente abordadas desde las políticas sociales y, más concretamente, desde los Servicios Sociales –la pobreza, la dependencia, la discapacidad, el envejecimiento…−, carecemos todavía de herramientas suficientemente sólidas para medir la extensión de este fenómeno e identificar los colectivos más expuestos a él. Las encuestas que se han realizado en nuestro entorno permiten pensar, en cualquier caso, que en torno a un 15% de la población de Hego Euskal Herria está aquejado por proceso de exclusión moderada o grave. Por su parte, apenas la mitad de los hogares (el 46% en Navarra, en 2013; el 56% en Gipuzkoa en 2014) estarían en una situación de integración plena, sin carencias importante en las diferentes esferas de la vida cotidiana.
Del proletariado al precariado: un tercio de la población activa está en Euskadi afectada por la precariedad o el desempleo
Aunque, como se acaba de decir, no es la única dimensión relevante desde el punto de vista de la exclusión social, el acceso al empleo juega un papel esencial a la hora de explicar los procesos de inclusión y exclusión social: en efecto, el 63% de los ingresos de la población de la CAPV proviene del empleo y el porcentaje se amplía hasta el 88% si se tienen en cuenta las prestaciones contributivas derivadas del acceso previo a un empleo. Más allá de su papel como fuente esencial de renta, el acceso al empleo se ha considerado tradicionalmente como la clave de bóveda de la inclusión social, en la medida en que genera realización personal, participación social y bienestar psicológico. Pero el mercado de trabajo, desde mucho antes de la crisis, ha cambiado y es discutible que hoy tenga la capacidad inclusiva que tenía en el pasado. El empleo protege de la pobreza y la exclusión, pero ya no lo hace como antes: en Nafarroa, por ejemplo, el 63% de las personas en situación de inclusión está ocupada en el mercado de trabajo, pero también el 33% de las personas en situación de exclusión.
No cabe duda de que, en un marco de precarización del mercado de trabajo y de ruptura de la norma social del empleo –que se deriva a su vez de cambios de largo alcance relacionados con la globalización, la digitalización o la desregulación de las relaciones laborales…−, asistimos a una pérdida de centralidad del empleo en los procesos de inclusión social. Efectivamente, si bien durante años se ha considerado que la integración laboral es la herramienta más eficaz de integración social y de protección frente a la pobreza, la creciente precarización del empleo asalariado, la (re)aparición del fenómeno de los trabajadores/as pobres y la fragmentación de las trayectorias laborales de una parte importante de la población activa –muy especialmente, mujeres y jóvenes− han erosionado claramente la capacidad del empleo asalariado para garantizar la integración social y el bienestar de una parte significativa de las personas empleadas y de sus familias. El proletariado deja paso al precariado [simple_tooltip content=’En la Comunidad Autónoma Vasca, en 2017, el 32% de la población en edad activa experimenta situaciones de desempleo o de precariedad laboral (bajos salarios, pobreza laboral, contratación temporal y/o jornada parcial).’][icon name=»stack-exchange» class=»» unprefixed_class=»»][/simple_tooltip].
El impacto de las situaciones de aislamiento y soledad
Junto al desempleo y la precarización del empleo, la exclusión se manifiesta, o se deriva, de otras carencias y dificultades. Entre ellas, las situaciones de aislamiento y soledad, junto a la vivencia de la discriminación, tienen un impacto significativo en las condiciones de vida de las personas y en sus niveles de integración. Así, en la CAE, el 2,5% de la población –el 6% entre las personas en situación de privación económica− señala tener algún tipo de problema social grave en las relaciones personales, familiares y sociales. En Nafarroa, el 6,3% de la población padece alguna situación de conflicto social y el 2,7% de aislamiento social: los porcentajes se triplican en el caso de las personas en situación de exclusión. Por otra parte, una cuarta parte de las personas mayores viven solas, y son cada vez más frecuentes las situaciones de aislamiento entre las personas mayores.
Así pues, ¿sobre qué mecanismos y bases podemos favorecer la inclusión social? ¿Puede el empleo asalariado seguir siendo la base de la inclusión y la puerta que abre el acceso a los derechos sociales?
En ese marco, hay quienes abogan, en palabras de Imanol Zubero, por “asumir (por fin) el paradigma de la crisis de la norma social de empleo; comprender (en toda su profundidad) la crisis del empleo como parte de una auténtica crisis de época”. La pregunta básica radica, en efecto, en si debemos seguir manteniendo la centralidad del empleo como herramienta básica de provisión de rentas, como puerta de acceso a los derechos sociales y como garantía de inclusión social. ¿Deben, y pueden, las administraciones garantizar un puesto de trabajo a todas las personas desempleadas, como defienden los partidarios del trabajo garantizado? O, por el contrario, ¿deben las administraciones de Euskal Herria garantizar a todos los residentes un ingreso económico incondicional e individual, como defienden los defensores de la Renta Básica Universal? ¿Es posible avanzar desde nuestro actual sistema de rentas garantizadas, selectivo y condicional, hacia un modelo más abierto, menos selectivo y menos condicional? ¿Deben las administraciones, en un contexto de precarización, compensar los bajos salarios de los trabajadores pobres, como hace la RGI vasca, la Renta Garantizada navarra o la Prima de Actividad francesa? ¿Son, verdaderamente, el reparto del empleo y la reducción de la jornada de trabajo fórmulas útiles para reducir el desempleo?
Aun si tuviéramos respuestas claras a esas preguntas, deberíamos también plantearnos interrogantes de calado sobre la forma en la que podremos promover la inclusión de todos aquellos que no podrán, o sólo fugazmente, acceder al mundo del empleo. ¿Debe seguir siendo la voluntad de acceder a un empleo el requisito básico para acceder a los derechos sociales? ¿Qué grado de condicionalidad, qué criterios de merecimiento, qué reciprocidad, puede legítimamente pedirse a quienes aspiran a beneficiarse de la solidaridad ciudadana? ¿Qué derechos sociales y económicos reconocemos a las personas recién llegadas e, incluso, a las que están de paso? ¿Cómo evitar el aislamiento y la soledad, cómo activar las redes de ciudadanía activa y de participación social en el contexto de la digitalización?
¿Quién y cómo debemos cuidar a las personas dependientes? Hacia un modelo de cuidados centrado en la persona
Como en el resto de las sociedades de Europa, la crisis de los cuidados es una realidad cotidiana en los territorios vascos. De acuerdo a las aportaciones de la economía feminista, por crisis de los cuidados nos referimos a la puesta en evidencia y agudización de las dificultades de amplios sectores de la población para cuidarse, cuidar o ser cuidados. Dichas dificultades se manifiestan a raíz de una desestabilización del modelo tradicional de reparto de las responsabilidades sobre los cuidados y una reestructuración del conjunto del sistema socioeconómico, sin que se haya alterado por ello la división sexual del trabajo en los hogares ni la segmentación de género en el mercado laboral. Ampliar y mejorar el sistema de bienestar social exige repensar las relaciones de género que subyacen a las tareas reproductivas y de cuidado y, en un sentido más amplio, el grado de desfamiliarización y desmercantilización de los cuidados.
Pero, además, es necesario reflexionar sobre el contenido de esos cuidados, sobre el tipo de atención que debe prestarse a las personas mayores, desde la óptica de la atención centrada en la persona. Las entidades que trabajan en Euskadi en el ámbito de la atención a las personas mayores o con dependencia asocian la atención centrada en la persona con la personalización de la atención, la capacidad de elección, la calidad de vida, la autodeterminación y el control por parte de las personas usuarias, frente al modelo anterior, caracterizado por el protagonismo de los profesionales y las organizaciones. Pese a los incontestables avances, el sistema vasco de servicios sociales no ha interiorizado sin embargo plenamente ese paradigma, y sigue basando en las instituciones residenciales –con formatos todavía en ocasiones asilares− y en las prestaciones económicas el grueso de su oferta.
En ese marco, no siempre se destinan los recursos necesarios a hacer posible el envejecimiento en el domicilio, en el entorno habitual de vida. El copago en el ámbito de los servicios sociales, por otra parte, erosiona el principio del derecho subjetivo a los servicios sociales y disuade a las clases medias y altas de acceder a tales servicios, que adquieren (a mejor precio y con mayor flexibilidad) en un mercado privado alegal y desregulado. En ese contexto, la demanda de los servicios sociales públicos, teóricamente universales, se concentra en las personas con pocos recursos, necesidades muy intensas y/o redes de apoyo muy débiles. En el ámbito de la salud, los sistemas sanitarios siguen estando en exceso centrados en la atención a las enfermedades agudas, y –ni organizativa ni conceptualmente− han sido todavía capaces de adaptarse al reto de la cronicidad.
En esta situación, los retos e interrogantes son muchos: ¿Qué apoyos deben darse a quienes cuidan a las personas con dependencia? ¿Cómo reforzar los servicios preventivos y de promoción de la autonomía personal orientados a la población no dependiente, pero sí frágil? ¿Cómo diseñar el copago en los Servicios Sociales? ¿Cómo favorecer la permanencia de las personas mayores dependientes en su domicilio? ¿Cómo equilibrar la provisión de prestaciones económicas y de servicios profesionales? ¿Cómo garantizar la autodeterminación las personas dependientes? ¿Cómo anteponer los derechos, las necesidades y las expectativas de las personas cuidadas a las necesidades de las organizaciones y las instituciones que les atienden?
¿Cómo sostener, financiar y articular un modelo amplio de bienestar social?
La protección social pública se financia mediante impuestos. Los territorios de Hegoalde, a diferencia de Iparralde, se cuentan entre los territorios de Europa con menor capacidad recaudatoria, al menos si la recaudación tributaria se mide en relación al PIB de cada territorio. Pero, incluso los Estados –como los nórdicos, o el francés− que históricamente han aplicado una mayor presión fiscal encuentran crecientes dificultades para recaudar los recursos económicos que el Estado del Bienestar precisa. Para todos los países, el fraude, la evasión y la elusión de impuestos constituyen una dificultad creciente, en un contexto definido por la globalización, la uberización y la digitalización de las actividades económicas.
Por otra parte, es preciso reflexionar sobre el marco territorial y competencial que requieren las políticas de bienestar social. Por una parte, el de los Servicios Sociales es el único de los sistemas de bienestar que atribuye a los ayuntamientos –más en Hegoalde que en Iparralde, y más en Euskadi que en Nafarroa− funciones básicas, sin dotarles sin embargo de los recursos técnicos y económicos necesarios. Además, las competencias de gestión, planificación y regulación se reparten entre la administración central, autonómica y foral, mientras que las pensiones se atribuyen al Estado, que gestiona la Seguridad Social. Por último, resulta esencial avanzar, como se está haciendo en otros países, en mejorar la coordinación, incluso la integración, de los servicios públicos que trabajan de forma estanca en responder a necesidades distintas, pero relacionadas, de la población. Las necesidades sociales más complejas se ubican, precisamente, en los intersticios que existen entre los servicios sociales, educativos, de empleo o de salud, y sólo se puede responder a ellas desde marcos socioeducativos, sociosanitarios o sociolaborales más ágiles y más fluidos.
Y, por otra parte, debe tenerse en cuenta el equilibrio inestable entre la provisión pública y privada de los diversos servicios sociales, así como la necesidad de reforzar las redes de solidaridad comunitaria y ciudadanía activa. Sin duda, en los últimos años se está produciendo un cierto redescubrimiento de las iniciativas sin fin de lucro y de la importancia de los vínculos comunitarios y relacionales en el desarrollo de las políticas sociales, debido tanto a un cierto agotamiento de los servicios públicos convencionales y a la creciente insuficiencia de las políticas sociales para dar respuesta a necesidades cada vez más complejas, como a la demanda de modelos más flexibles y más ágiles, con mayores posibilidades de responder a la diversidad de expectativas, exigencias y necesidades de la población [simple_tooltip content=’Si bien es cierto que la promoción de estas iniciativas puede entenderse como una desvinculación respecto a la prestación de servicios sociales por parte de las administraciones públicas, también puede ser entendido como un complemento y refuerzo de estos, de cara precisamente a garantizar su sostenibilidad.’][icon name=»stack-exchange» class=»» unprefixed_class=»»][/simple_tooltip]. La idea central de esta apuesta por la participación ciudadana es la de que administraciones y ciudadanos deben implicarse conjuntamente en la resolución de los problemas que afectan a los barrios y a las personas que viven en ellos. Junto a la dimensión local o territorial, el voluntariado constituye un elemento crucial de esta apuesta por la ciudadanía activa, en la medida en que se basan en la implicación voluntaria de la población en las tareas de desarrollo comunitario. Todo ello da pie al desarrollo de un modelo de voluntariado de proximidad, en el que son las propias personas y recursos de la comunidad –los vecinos, los comercios, las asociaciones, los recursos públicos existentes en los barrios…− las que se auto-organizan para dar respuesta a algunas de las necesidades (de acompañamiento, de cuidado, de formación, etc.) a la que los servicios públicos no pueden llegar.
En ese contexto, los interrogantes son muchos y complejos: ¿Qué nivel de presión fiscal puede resultar suficiente y, al mismo tiempo, viable en los territorios vascos? ¿Qué impuestos es necesario impulsar para financiar la protección social? ¿Debemos crear en Euskadi, para financiar los gastos que genera el envejecimiento, impuestos o cotizaciones finalistas, como se hizo en Francia o Alemania? ¿Cuál debe ser la estructura competencial de los servicios sociales? ¿Qué papel deben jugar las instituciones locales en la provisión de los servicios de bienestar social? ¿Cómo combinar la acción pública y la privada con y sin fin de lucro? ¿Qué necesidades y servicios deben ser básicamente provistas por las administraciones públicas y cuáles podemos dejar en manos del mercado o de la solidaridad ciudadana? ¿Cómo reactivar los lazos de solidaridad comunitaria, las redes de solidaridad vecinal, sin erosionar la responsabilidad pública respecto a la satisfacción de las necesidades sociales?