De la inclusión activa a la activación inclusiva

El de la activación ha sido sin duda el paradigma hegemónico en la reorientación de las políticas de garantía de ingresos –y, por extensión, de inclusión social y lucha contra la pobreza− desde hace al menos 20 años. Consiste en un conjunto de políticas, medidas e instrumentos orientados a integrar en el mercado de trabajo a las personas desempleadas perceptoras de prestaciones económicas a partir de la idea de que el empleo remunerado constituye la forma privilegiada de acceso a los dere-chos de ciudadanía. La Unión Europea asumió ese paradigma, que se materializó en el enfoque de la inclusión activa.

Pese a su carácter hegemónico, el paradigma de la activación ha sido objeto de numerosas críticas, en ocasiones pertinentes y razonables. Entre ellas, cabe señalar la mitificación del trabajo remunerado como elemento exclusivo de integración social, el paso de un enfoque basado en los derechos a otro basado en las obligaciones y, fundamentalmente, el énfasis en la responsabilización individual sobre las situaciones de pobreza y desigualdad, que desatiende los condicionantes estructurales de estos procesos y, al individualizarlos, oculta su naturaleza política. La crítica fundamental que cabe hacer a este paradigma se basa en cualquier caso, fundamentalmente, en su incapacidad para dar una respuesta a la pérdida de centralidad del empleo en los procesos de inclusión social en un marco de precarización del mercado de trabajo y de ruptura de la norma social del empleo. Efectivamente, si bien durante años se ha considerado que la integración laboral es la herramienta más eficaz de integración social y de protección frente a la pobreza, la creciente precarización del empleo asalariado, la (re)aparición del fenómeno de los trabajadores/as pobres y la fragmentación de las trayectorias laborales de una parte importante de la población activa –muy especialmente, mujeres y jóvenes− han erosionado claramente la capacidad del empleo asalariado para garantizar la integración social y el bienestar de una parte significativa de las personas empleadas y de sus familias.

Por otra parte, a lo largo de los últimos años se han puesto de manifiesto por parte de algunas de las entidades que trabajan en el sector las limitaciones de los modelos conceptuales en los que se basa el abordaje de las situaciones de exclusión desde el ámbito de los servicios sociales. En efecto, el modelo tradicional de intervención desde los Servicios Sociales está, por una parte, excesivamente orientado a la inserción laboral y, por otra, muy orientado a las personas con ‘motivación para el cambio’, capaces de implicarse en una intervención de carácter básicamente rehabilitador. Esto supone la aplicación de niveles elevados de exigencia y el desarrollo de intervenciones de carácter finalista y lineal, poco adaptadas a la espiralidad de las trayectorias de exclusión y excesivamente basados en criterios de condicionalidad y merecimiento.

En ese marco, los modelos clásicos de intervención en el ámbito de los servicios sociales no siempre tienen suficientemente en cuenta la necesidad de garantizar objetivos intermedios, de contención y reducción de daños. Ello hace que muchos servicios estén –al menos en cierta medida– vedados a las personas que no pueden o quieren adaptarse a intervenciones que suponen niveles de alta exigencia, así como la imposibilidad de alcanzar resultados positivos en intervenciones que plantean objetivos que resultan, para muchas personas, irreales. A diferencia de lo que ocurre en otros ámbitos de los Servicios Sociales, el imperativo de la integración social, concebida muchas veces en términos de normalización de las formas de vida, se antepone a otros objetivos como, por ejemplo, los de autodeterminación o calidad de vida. Si bien es evidente que para muchas personas este enfoque finalista es el adecuado, en la medida en que pueden y necesitan participar en procesos breves e intensos de apoyo, acompañamiento o rehabilitación psicosocial que les permitan (re)integrarse con cierta rapidez a la vida ordinaria, este enfoque no se adapta a personas en situaciones severas de exclusión, con recaídas frecuentes, que difícilmente pueden reintegrarse a un modelo de vida ordinario o convencional.

Al objeto de superar las carencias de los modelos descritos, es posible plantear un modelo de activación en clave inclusiva, más eficaz y, al mismo tiempo, más adaptado a las necesidades de las personas. Los elementos básicos de este modelo son tres:

a) Reconocer la multicausalidad de la exclusión y la multidimensionalidad de la inclusión

El enfoque convencional de la activación, al equiparar de forma exclusiva inclusión social con inser-ción laboral, no tienen en cuenta el componente multicausal de los procesos de exclusión. En ese sentido, si bien resulta evidente que el acceso al empleo remunerado es un factor esencial de inclu-sión social –y la principal demanda de las personas atendidas en los dispositivos para la inclusión−, no debe olvidarse que el empleo no es, en sí mismo o por sí sólo, suficiente para garantizar la inclu-sión.

Así, frente al paradigma de inclusión activa en el que se basan las actuales políticas de inclusión social, cabe defender la necesidad de adoptar un modelo de activación inclusiva o ciudadanía activa al objeto, precisamente, de reconocer la multidimensionalidad de la inclusión y sus implicaciones. Para ello es necesario construir un modelo de inclusión social que, si bien debe estar prioritariamente centrado en el acceso al empleo normalizado, debe estar también abierto a otras actividades socialmente valoradas. Esta reflexión lleva a subrayar la necesidad de que los programas de inclusión trabajen, al margen de la empleabilidad, otras dimensiones vitales como pueden ser el ocio, las actividades culturales, el voluntariado u otras actividades comunitarios o de interés social.

b) Promover la personalización de los servicios y la autodeterminación de sus usuarios

Existe también un consenso amplísimo a la hora de destacar la necesidad de individualizar los servicios y programas de inclusión social y/o de incorporación sociolaboral, en el sentido de adaptarlos en la mayor medida posible a las necesidades, posibilidades, deseos y expectativas de cada una las personas usuarias. Esta apuesta por la individualización se corresponde con un cambio más general en el conjunto de las políticas sociales, cada vez más basadas en la importancia de la autodetermina-ción y la capacidad de control de las personas usuarias en relación a los servicios y prestaciones que reciben. Se ha ido implantando así la idea de empoderamiento de la persona usuaria, como manifestación de la voluntad de reequilibrar un modelo que, en su afán de protección, actuaba con fuertes rasgos paternalistas, determinantes de que tanto la construcción del sistema como la del modelo de atención estuvieran dominados por el imperativo público y por el criterio profesional, sin que la persona usuaria tuviera realmente voz en los procesos de intervención.

Las justificaciones de este énfasis en la personalización de las intervenciones son variadas: por una parte, se asume que un enfoque individualizado es la única forma de dar respuesta a las necesida-des, deseos y expectativas particulares de cada usuario, y de adaptar los servicios y prestaciones que se le ofertan a su situación personal, huyendo de esquemas generalistas que anteponen las ne-cesidades organizativas a las necesidades de la persona usuaria. Por otra, se asume que este tipo de enfoques resulta más eficiente, que favorece una mayor motivación por parte de las personas atendidas y que permite un trabajo de acompañamiento social imprescindible para obtener unos resultados adecuados frente a las situaciones de exclusión social o laboral. Desde el punto de vista de la intervención socioeducativa y psicosocial, junto con la personalización y la autodeterminación, el acompañamiento social se erige como el tercer pilar de estos nuevos enfoques.

c) Revisar los criterios de condicionalidad desde la reducción de daños y la baja exigencia

A partir de la reivindicación de la autonomía y la autodeterminación de las personas usuarias, la cues-tión de la condicionalidad y de los niveles de exigencia se plantea como una cuestión central en la reorientación de los servicios para las personas en situación de exclusión social. Si bien esta cuestión se ha planteado de forma especialmente clara en el ámbito de las personas drogodependientes y/o las personas sin hogar, la reflexión sobre los niveles de condicionalidad se extiende al conjunto de los servicios sociales destinados a las personas en situación o riesgo de exclusión social.

En efecto, otra de las tendencias o cambios paradigmáticos que se ha producido en los últimos años en el ámbito de las políticas sociales –y, más concretamente, en el ámbito de la salud pública y la atención a las drogodependencias− es la extensión de los programas de reducción de riesgos y daños, y el consiguiente desarrollo de programas denominados de baja exigencia o de bajo umbral. Más allá de su aplicación específica en el ámbito de las adicciones, el concepto de la reducción de daños –que en algunos casos se ha entendido como trabajo social paliativo− tiene una aplicación directa en el ámbito de la atención a las personas en situación de exclusión social, en la medida en que: a) abre la posibilidad a trabajar con personas que tienen dificultades graves para adaptarse a programas de alta exigencia, garantizando que estas personas reciben una atención básica que evite un mayor deterioro de su situación personal desde el planteamiento de objetivos intermedios; y b) cuestiona el concepto de intervención escalonada o lineal, en virtud del cual los itinerarios de inclusión sólo pueden iniciarse en el momento en que la persona usuaria está preparada para un proceso de cambio, y están diseñados para avanzar de forma progresiva hacia el objetivo de la inclusión. Los modelos más prometedores en el ámbito de la atención a las personas sin hogar –como el modelo Housing First− se basan precisamente en la extensión de la filosofía de la reducción de daños, en el ajuste de los niveles de exigencia a la situación de cada persona y en la asunción de la idea de que los procesos de inclusión no son necesariamente lineales o escalonados.

La baja exigencia se contrapone, por otra parte, a los modelos de intervención social basados en el merecimiento y la contraprestación, desarrollados tanto en el ámbito de la garantía de ingresos como en el resto de los servicios para la inclusión. Desde ese punto de vista, el concepto de baja exigencia −según el cual tenemos derecho a recibir una atención sólo por el hecho de ser personas, independientemente (siempre que se respeten unos límites básicos) de nuestro comportamiento personal− se contrapone a la idea socialmente preponderante de que el acceso a la protección social debe siempre implicar algún tipo de contraprestación, o contribución previa, por parte de quien la recibe.